Una metodología innovadora permite prever el impacto ambiental de las erupciones volcánicas

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El método permite simular el proceso geoquímico de la dispersión de la ceniza en el agua, un proceso que genera muchos problemas, y simular el impacto de erupciones pasadas y futuras. Los investigadores han analizado depósitos de ceniza de erupciones volcánicas en el Sur de América de los últimos dos millones de años.

Dos expediciones al Cono Sur de América, dirigidas por el Instituto de Ciencias de la Tierra Jaume Almera del CSIC, han permitido conocer el impacto geoquímico de los depósitos de ceniza asociada al volcanismo explosivo andino durante los últimos dos millones de años. Las expediciones forman parte del proyecto de investigación ASH, del Plan Nacional de I+D, que acaba de finalizar.

En el proyecto, que ha contado con la participación del CSIC y de diversas universidades argentinas y españolas, se han estudiado un centenar de depósitos de ceniza con antigüedades que van desde los 2 millones de años hasta los más recientes, derivados de las erupciones de los volcanes Quizapú (1932), Lonquimay (1988), Hudson (1991), Copahue (2000), Llaima (2008) y Chaitén (2008).

“La mayor novedad del proyecto es que, para un depósito de ceniza concreto, hemos podido determinar cuál es su impacto en el medio ambiente”, explica José Luis Fernandez Turiel, investigador del CSIC y coordinador del proyecto.

Una parte fundamental del trabajo ha sido modelar el proceso de dispersión de las cenizas en el agua. “Es el mayor problema”, apunta Fernandez Turiel. “La carga ambientalmente transferible de una ceniza se libera en el primer contacto con el agua, bien de lluvia o bien porque la ceniza cae en un lago o río. En ese momento, la peligrosidad geoquímica de la ceniza es máxima”.

Depositos holocenos de ceniza manteando el basamento granítico, parcialmente transformados en suelo. Neuquén, Argentina.

El agua arrastra parte de los elementos peligrosos de las cenizas, que además sufre variaciones notables de pH y salinidad en el agua, y acaban contaminando los pozos subterráneos. “A partir de ese momento, las aguas ya no son utilizables. En Chile, en 2008, con la erupción del Chaitén, se vieron efectos durante los siguientes 15 días. Muchos animales murieron de sed o envenenados”, apunta el investigador del CSIC.

El método desarrollado permite simular en el laboratorio ese proceso geoquímico y ver no sólo qué ha pasado en anteriores erupciones sino prever el impacto de las futuras. Estos métodos son transferibles a los grupos de interés implicados (científicos, gestores medioambientales y gestores de peligrosidad volcánica y protección civil) para establecer medidas de vigilancia y prevención. De estas últimas, la más importante consiste en disponer de reservas de agua suficientes para la población y el ganado, para evitar aguas afectadas por el lavado inicial de la ceniza.

Diferencias entre volcanes

Los investigadores han comprobado que hay grandes variaciones en el volumen y en la composición de la ceniza de diferentes erupciones. “No sólo el volumen de ceniza emitido es muy variable entre erupciones. También se ha observado que generan una proporción diferente de elementos potencialmente peligrosos”. Saber qué elementos están implicados y en qué proporción permite saber qué tipo de contaminación hay que vigilar en cada erupción volcánica.

Los resultados muestran que los componentes mayoritarios de las cenizas volcánicas son sulfato y cloruro, mientras que otros elementos, como flúor, hierro, zinc, arsénico, cobre y antimonio, se observan a nivel de traza. Algunos, como el calcio y el hierro, pueden ser beneficiosos en sistemas pobres de nutrientes. Otros, como el arsénico y flúor, los elementos mayoritarios de entre los potencialmente peligrosos, pueden tener efectos nocivos, por lo que su control es una prioridad tras una caída de ceniza.

Los investigadores también han podido determinar que pese a la baja movilidad ambiental demostrada por los elementos presentes en la ceniza volcánica (raramente se moviliza más del 5 % del total de un elemento), la gran cantidad de ceniza generada en una erupción explosiva hace que las magnitudes y los efectos sean significativos.

Así, en la erupción de Chaitén en 2008, se generaron 0.5 kilómetros cúbicos de ceniza, con un impacto en las aguas durante unas semanas. En cambio, en la erupción de Quizapú en 1932, la mayor erupción del siglo XX en el sur de los Andes, se produjeron 5 kilómetros cúbicos de ceniza, cuyos efectos se prolongaron durante años. Para hacerse una idea, un kilómetro cúbico de cenizas es lo que cabe en un cubo de mil metros (lo equivalente a tres torres Eiffel, una encima de la otra) por cada lado.

Un patrimonio geológico

Un reto que se plantean los investigadores ahora es estudiar los efectos de las erupciones en la flora, en insectos y en la fauna en general, a lo largo del tiempo. Lo harán a partir de fósiles y de depósitos de ceniza antiguos.

Los depósitos de ceniza, dice Fernández Turiel, “son sumamente efímeros, debido a su removilización inmediata por el agua y el viento. Su preservación en el tiempo es sumamente excepcional y los depósitos que han conseguido llegar hasta nuestros días deben ser considerados como un patrimonio geológico“.

Así, explica, de la erupción del Quizapú (1932), que afectó a miles de kilómetros cuadrados, con ceniza que llegó incluso hasta Buenos Aires, a más de 1.400 kilómetros del volcán, “de aquella erupción ya sólo quedan escasos retazos como los que hemos localizado al norte de la Provincia de La Pampa (de 10 a 30 cm de espesor). Incluso a sólo unos kilómetros del cráter los depósitos están completamente removilizados”.

Muchos de estos depósitos son inéditos y su localización representa un importante hito para las investigaciones de cenizas en la región. De ellos, los investigadores destacan el carácter excepcional de unas capas de ceniza de cuatro metros de espesor, con unos 4.000 años de antigüedad, que debieron generarse en una erupción volcánica de gran magnitud, sin comparación con las observadas en los últimos 3.000 años.